“Es fácil ser médico, basta con olvidarse de uno mismo”
Ernest Hemingway (1899 - 1961)
Autor: Prof. Dr. José Antonio Flórez Lozano
La salud física y mental de nuestros profesionales sanitarios, se resiente. En condiciones normales de actividad asistencial, el síndrome del profesional “quemado”, ya estaba muy generalizado. Ahora, estamos en contacto con los pacientes, muchas veces sin saber si tiene la enfermedad COVID-19. Hablamos no solo de profesionales sanitarios que están trabajando en atención directa, sino también de personal técnico y de administración. El desbordamiento y el sobreesfuerzo, ha sido de dimensiones inconmensurables; una espectacular avalancha de casos infectados con plantillas limitadas, sobresaturadas con medios y recursos escasos. Y cada vez la carga de trabajo es mayor.
Profesionales sanitarios de las UCIs describían así un ambiente laboral casi bélico: trajes de protección que impiden ver y escuchar con claridad, déficit drástico de comunicación, no poder vernos las caras, supresión de la comunicación no verbal (en especial, táctil y gestual), profundo y constante olor a lejía, silencio de los enfermos intubados, puertas siempre cerradas, tiempo limitado en cada box para minimizar la exposición al virus, precariedad material, pacientes que se van apagando, etc. Según Sanidad, actualmente hay 2.355 personas con covid-19 atendidas en las UCIs y no dejan de ingresar pacientes de idéntico diagnóstico: neumonía bilateral provocada por coronavirus. Para atenderles, hay que llevar equipos de protección individual, que no están diseñados para usar jornadas enteras, durante semanas: bata, guantes dobles o triples, mascarilla quirúrgica, gorro, gafas de pantalla integral que se empañan con facilidad y máscara para todo el rostro. Una vez colocado, un compañero pasa revista. Y cada vez que se visita a un paciente, hay que cambiar mascarilla y guantes. Además, la Sociedad Española de Medicina General (SEMG), advierte que un 50% de los profesionales, no disponía de dispensadores de solución hidroalcohólica y, sólo el 42 % tenía contenedores de residuos adecuados.
Las mascarillas y protectores oculares, no alcanzaban al 20% de profesionales sanitarios. Algunos han comentado, “hemos estado desnudos frente al coronavirus”. Al terminar la jornada, siempre hay un médico o enfermero llorando. Hacer frente a la pandemia, implicó una reconversión urgente de profesionales hacia los servicios de Urgencias y la UCI, lo que ha supuesto un estrés de alto nivel. A pesar de todo, esto parece colmar las expectativas de muchos sanitarios, reconocidos todos los días a las ocho de la tarde por aplausos infinitos y caricias invisibles expectativas y ello, da sentido a su agotadora tarea, dentro y fuera de su hogar. Pero el miedo surge por todas partes y no solo al COVID -19 sino también el contagio emocional de ver y contemplar “maniatados” la soledad de los pacientes y su muerte sin el acompañamiento de sus seres queridos; sin una despedida afectiva que asegure nuestra condición de persona, aniquilamos la dignidad humana. El sufrimiento humano, no tiene respuesta, les escucho y me llevo yo a casa una pequeña parte de su carga emocional, de su tristeza y de su soledad ¡Y nosotros, somos garantes de la dignidad humana! Una dignidad fulminada en muchas situaciones que no se han podido evitar y de ahí, surge la rabia, el dolor, el malestar, el resentimiento y el sentimiento de culpabilidad y, finalmente, el “burnout diabólico” que te deja noqueado.
Nunca se ha visto tanta ansiedad y angustia invadiendo como una espesa niebla, nuestros hospitales y centros geriátricos. Médicos, enfermeras, auxiliares y personal sanitario en general, se estuvieron enfrentado a un tsunami de dimensiones siderales con déficit de equipos de protección individual (EPI); miles de pacientes infectados por el COVID-19 (pacientes de idéntico diagnóstico: neumonía bilateral provocada por coronavirus), miles de sanitarios infectados, falta de pruebas para todos los profesionales…Y eso afecta de una manera desgarradora y adviertes dificultad para concentrarse y tomar decisiones, bloqueos; además, te quedas en blanco y tienes problemas para memorizar. Y también, ocurren las somatizaciones: cefaleas, dolor muscular, trastornos digestivos, insomnio, etc. En fin, una ingente fuente de ansiedad negativa que cristaliza en sentimientos de malestar, preocupación, hipervigilancia, tensión, temor, inseguridad, sensación de pérdida de control y percepción de fuertes cambios fisiológicos. Miedo, miedo y más miedo que convierte los sueños en terror nocturno. El miedo a la muerte, se ha instalado en nuestro cuerpo (en la cara de nuestros sanitarios) y en nuestra mente, pero también el miedo al dolor, al sufrimiento y a la muerte.
Este panorama excepcional que viven los profesionales sanitarios por el coronavirus hace que ya se hayan vivido muchas crisis de ansiedad y/o angustia en distintos centros sanitarios; especialmente los que están en la primera línea de batalla (urgencias, infecciosos, UCI, plantas de aislamiento). El miedo y la impotencia se mezclan de forma explosiva y ahí, surge la desesperación e indefensión. Incuestionablemente, brota el “burnout diabólico”; un vaciamiento emocional por un trabajo extenuante que, además, en el plano emocional tratas de contener para compensar la soledad de los pacientes. “Cuando veo a tantos pacientes solos, sin recibir visitas, se me rompe el corazón”, comenta una enfermera. Pero también hay que añadir un segundo frente de batalla que es la familia. Muchos profesionales no pueden ver a su esposo/a, a su pareja, a sus hijos; incluso han contagiado a miembros de su familia, con lo cual el sentimiento de culpabilidad germina hasta límites insospechados, convirtiéndose en una obsesión incompatible con la salud.
En fin, un trabajo extenuante en unas condiciones de máximo estrés (los equipos producen deshidratación y fatiga laboral aumentada) y un “presentismo” que te convierte directamente en la víctima del “burnout diabólico”. Una desvitalización que te deja sin energía psíquica (anergia) para ayudar a los pacientes y para recuperarte a ti mismo. El “burnout diabólico”, ha laminado la “resiliencia” o resistencia fisiológica frente al estrés y te convierte en un zombi, sordo a las emociones (alexitímico) pululando por los pasillos del hospital o por tu propio domicilio. El sanitario no es “Superman” y ha sido atrapado por la telaraña gigantesca de un “burnout diabólico” que básicamente, significa estar o sentirse quemado, agotado, sobrecargado o exhausto, más allá de todo control efectivo de la situación. Fernando, un médico de urgencias de cualquier hospital, comenta: “mis metas quedan cumplidamente satisfechas con el intento de paliar infatigablemente lo que es imposible resolver”. Y continua, “no pocas veces mi tarea consiste en no perder los ánimos y perseverar ante la agresión del COVID-19, sin crear jamás expectativas irreales”.
Así, pues, la lucha contra el COVID -19, es parecido al mito de Sísifo, condenado a arrastrar eternamente cuesta arriba la roca de la impotencia ante el padecer ajeno. No obstante, todo esto parece colmar las expectativas de muchos sanitarios y dar sentido a su agotadora tarea, dentro y fuera de su hogar. Trabajar a destajo es un riesgo para el galeno y para el paciente. La fatiga y la depresión incrementan hasta un 30 % el riesgo de fallos graves y las posibilidades de que cometa un error en un turno largo, se multiplica por siete. Y el “burnout diabólico”, hace su presencia: desde que me levanto por la mañana, arrastro los pies con desánimo, mi mujer me dice que tengo que buscar algo que me motive. ¿Motivarme? ¡No me hagas reír! ¿Quién puede estar motivado en los tiempos que corren? ¡Pues debe de ser ahora cuando más motivados debemos estar! Se ha instalado el temor sobre un futuro lleno de presagios negativos. Es necesario mejorar la gestión de la organización, así como un mayor compromiso con los derechos de los enfermos.
¿Y qué puedo hacer? Hay que gestionar el conocimiento realizando una apuesta decidida por la investigación y la innovación. Para ello, tengo que intentar desprenderme de tanta negatividad y recuperar la esperanza. No tenemos un tratamiento de urgencia. Desmontar este inmenso miedo y esta gigantesca angustia, necesita tiempo; pero es posible recuperar la normalidad y la vida después de esta lucha sin cuartel. Centrar nuestra atención en la respiración abdominal facilita la secreción de hormonas como serotonina y endorfinas, relacionadas con el bienestar emocional, al tiempo que mejora la sintonía de los ritmos cerebrales entre ambos hemisferios. Precisamente por eso, hay que lograr la parte más positiva de todo lo que vimos, sentimos y experimentamos. Frases, saturadas de buenas palabras, son esenciales para cambiar nuestro cerebro y eliminar tóxicos mentales que generan tantas enfermedades y nos conducen a procesos involutivos. Las palabras por sí solas, cambian la mente, el estado emocional, activan procesos de pensamiento positivos, reducen la intensidad del dolor y del sufrimiento. Hay que sacar el foco de atención de esos pensamientos negativos que nos están alterando, provocando desánimo, ira, odio, resentimiento, malestar y tristeza y que, además, explican que nuestras decisiones sean totalmente equivocadas. La palabra es una forma de energía vital. Cuando una persona dice, ¡Qué mañana más maravillosa!, se dice a sí misma palabras estimulantes y positivas, se producen cambios neuroquímicos asociados a un mejor equilibrio emocional. Tal vez, es hora de gritar en lo más profundo de nuestra alma con toda nuestra fuerza ¡viva la felicidad! ¡Me gusta la vida! ¡Quiero vivir!
Prof. Dr. José Antonio Flórez Lozano
Catedrático de Universidad (Ciencias de la Conducta)
Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud
Departamento de Medicina. Universidad de Oviedo.
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